MAR SIN ORILLAS
Ha llegado la mañana después de una noche de la que el sueño apenas formó parte. La casa está penetrada de luz blanca. El desorden de los días de fiesta se me hace acogedor. Miro afuera y todo aparece diluído en la misma blancura. La escarcha, el cielo y el aire mismo son un todo indistinguible que entra, como la paz y la alegría, sin llamar a la puerta. Pleno invierno. Pero suena el "verano" de Vivaldi. Deseo poner mi fe en la sabiduría del caos, imaginando que se ríe de nuestra idea de lo caótico. Me gusta el tic-tac de los relojes, pero ahora, precisamente ahora, me gusta mucho más que no suene ninguno, porque eso da juego a mi juego de descreer del tiempo. El verano está en mí en este momento, como lo está cualquier estación que yo elija. Por eso, puedo volver a escribir, como si no lo hubiera escrito nunca o como si lo hubiera escrito siempre:
Estábamos.
Éramos la desnudez desarropada de pasado y futuro
y cada poro
de nuestra piel era una boca abierta
dispuesta a recibir las lluvias de todas las tormentas.
Desnudamente confiados
mientras el sol se repartía
en cada gota de sudor gozoso.
Gozosamente inmunes
a cualquier tiempo que no fuera el presente.
Comienza un año. Vendrán días. Unos se llenarán de sol, otros de lluvia, tal vez de nieve. Me arroparé con un jerséi o con un abrazo. Beberé té frío en el calor implacable de esta tierra. Pero ahora sólo me interesa el relato de un mar imaginario, de ese mar interior que no sabe de tiempos ni puntos cardinales.